lunes, 13 de mayo de 2013

Al escritor que me enseñó la muerte


Por Pablo Durio | Literatura

En la imagen se lo ve a Guibert solo, con la piel pegada a los huesos de la cara, con ropa que –ahora- le queda grande. Está flaco y solo y de esa belleza francesa que lo convirtió en uno de los hombres más lindos y polémicos de Francia queda poco. Casi nada. Le quedan sus ojos, siempre le quedarán sus ojos, aunque de uno casi no vea.
Está sentado en un sillón grande de madera de un cuerpo y se arremanga tanto la camisa roja como el saco azul. Espera una inyección, una más, una de tantas. De fondo se escucha su voz, en un impecable francés, que relata lo que estamos viendo. Se acerca la enfermera, lo toca, lo inyecta. Hervè Guibert, que nació en 1955 en una familia clase media cualquiera de París, tiene SIDA. Se está muriendo.

La imágenes corresponden al documental que grabó sobre su vida y sobre su muerte –sobre todo de esta última- llamado El Pudor o El Impudor. Ese es su relato final.

Fue fotógrafo, actor, director de cine y escritor. Fue periodista y escribió para Le Monde una columna sobre fotografía. Y ni siquiera todo su talento pudo opacar lo que la sociedad francesa le reclamaba y le reprochaba: que fuera abiertamente homosexual, que le gustaran los hombres, que escribiera todo el tiempo sobre sí mismo y que sus obras no fueran más que una mezcla “fría, glacial, insoportable y cruel” de autobiografía y ficción.

Guibert sabía que la sociedad no aceptaba sus gustos y quizás por eso decidió luchar abiertamente contra ella. “Cuando veo el hermoso cuerpo desnudo, carnoso, de un albañil en una obra, no sólo me gustaría lamer, sino también morder, jalar, masticar, tragar. No descuartizaría, según la moda japonesa, a uno de esos obreros para apretujarlo en mi congelador: me gustaría comerme la carne cruda y vibrante, cálida, dulce e infecta”. Vivió su vida pública como gay, aniquiló su cuerpo social hablando sobre la enfermedad y sobre lo que los demás llamaban su “suicidio sexual”, y se metió con uno de los máximos exponentes de la intelligentsia francesa de la época: uno de los amores más importantes de su vida fue Michel Foulcault, y sobre él escribió el libro que la catapultó al éxito, Al amigo que no me salvo la vida (1990).

Pero Hervè tuvo otros amores: Thierry Jouno, y un adolescente de 15 años al que se conoce como Vincent M. y sobre el que escribe el libro Fou de Vincent.
En 1988 le diagnostican SIDA y él vuelve su enfermedad el centro de su obra. Guibert coquetea con la muerte, baila con ella hasta que ella lo seca y lo aplasta y sobre ella dice: “La amordazan, la censuran, pretenden ahogarla en el desinfectante, asfixiarla en el hielo. Yo quiero que saque su voz potente y que cante, diva, a través de mi cuerpo. Será mi única pareja, seré su intérprete. No dejar que se pierda este manantial espectacular inmediato, visceral. Darme la muerte en el escenario, ante las cámaras. Dar este espectáculo extremo, excesivo de mi cuerpo, en mi muerte. Escoger los términos, el progreso, los accesorios.”

Mientras pasan los años y la enfermedad avanza, el coraje de Guibert (quien a esta altura ya sufrió la muerte de varios de sus amores y sus amigos) disminuye y aparece la vergüenza de afrontar la verdad ante su familia. El hombre que escribió todo lo que quiso sobre su romance con uno de los filósofos más importantes de la historia y que hizo pública su condición sexual sin la autorización de este último (cuando Guibert publica Al Amigo que no me salvo la vida Foulcault ya estaba muerto); el hombre que aceptó e hizo frente, estóico, a todas las críticas; el hombre que usó su talento como un revólver que sostenía mientras apuntaba mirando entre sus rulos para disparar al centro de un mundo que no lo entendía, sosteniendo la mano de otro hombre con fuerza, ahora tiene miedo de la mirada de sus padres: “Mi preocupación principal en todo este asunto es morir lo más lejos posible de la mirada de mis padres.”, anota, Guibert, con un brillo triste en la mirada y con el revólver ahora descargado, con la mano cansada.

Citomegalovirus, diario de hospitalización, trata sobre su muerte, sobre su soledad, sobre sus miedos pero también sobre su sentido del humor.  En el relata el período que estuvo internado tratando de no perder un ojo (citomegalovirus es –la obviedad de la no sorpresa y la redundancia- un virus común para los enfermos de VIH antes de la aparición de los antirretrovirales en 1996), entre el 17 de septiembre y el 8 de octubre de 1991, y escribe como una protección, como un antidepresivo. Escribe porque ya casi no puede leer y escribe porque ha decidió que hasta el último momento hará lo que se le antoje y se revelará contra todo el canon de la literatura francesa que llama a sus relatos peyorativamente como “literatura del yo”, y lo tildan de narcisista. Escribe para hacer pública su vida para que nadie después diga que él jugó con la publicidad de la vida de Foulcault para hacerse famoso y luego esconder la propia. Hervè amaba a Michel y lo extrañaba.

¿Por qué diablos no se terminará de juzgar al narcisismo? ¿Cómo un sustantivo encantador y serio pudo volverse tan trivialmente peyorativo? Lo que se denigra como narcisismo: ¿no es acaso el mejor de los intereses a los que uno debe dedicarse, para acompañar a la propia alma en las transformaciones?

Casi ciego por causa del SIDA, con un cuerpo que él mismo –amante de los cuerpos de los hombres- ya no podía soportar, Hervè Guibert intentó suicidarse en la víspera de su cumpleaños, y murió unos días más tarde, el 27 de diciembre de 1991.



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Obra: Citomegalovirus, diario de hospitalización.
Autor: Hervè Guibert.
Edit: Beatrz Viterbo Editora.
63 pág.

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